PURÉ DE SUPERMERCADO
En días festivos, los supermercados son como hormigueros. Las largas filas de clientes al pie de sus carritos, algunos sobrecargados de víveres y otros con las rejillas desnudas, con dos o tres cositas en su interior, esperan impacientes llegar a la caja. Es víspera de Navidad y las ansias de salir de esta multitud le gana el ánimo a casi todos. Yo cargo solamente un pote de puré de manzana, y no tengo apuro. Observo las colas estáticas y a la gente que las atraviesa para alcanzar lo que necesitan comprar. Creo haber encontrado el lugar ideal para abandonarme un rato.
El puré de manzana ha sido un antojo de última hora. Me encanta, siempre me ha fascinado su mezcla de acidez y dulzura. Mi madre lo preparaba solamente en Navidad y aquí me tienen, capaz de afrontar la congestión de un supermercado atestado con tal de conseguir devolver ese sabor a mi boca. A mi hermana no le gustaba mucho, pero igual se lo comía. Hoy en día, debe ser uno de sus principales platos en estas fechas ya que no come ningún tipo de carne desde hace algún tiempo. Al principio me reí cuando me lo dijo, pero no se trataba de una broma. Asumí que me complicaba con eso la invitación a almorzar que le había hecho, pero no me amilané y le dije que almorzaríamos lo que quisiese, que un reencuentro después de tantos años merecía platillos que ella pudiese disfrutar a plenitud. Parecía que la idea le había agradado. Hice la búsqueda en internet y llegué a encontrar un pequeño restaurante de comida vegetariana, simpático, limpio, nada ostentoso pero muy concurrido. Obviamente no me guié de sus ofrecimientos on line y lo visité. Le iba a encantar.
Le hice la propuesta del almuerzo un mes atrás. Para eso la había llamado. Andaba trastornada por la cantidad de asignaciones que tenía que hacer en la universidad y yo tenía interminables jornadas de trabajo que, cuando llega el tiempo de Navidad, se desvanecen dejando mucho, demasiado tiempo libre. No recuerdo si fui muy insistente, creo que no. Recuerdo sí que ella no había perdido el buen humor, que a pesar del stress que le ocasionaba llegar al final de cada ciclo se podía dar el tiempo de charlar y reír y bromear. Ella es mi único contacto con la familia. Llevaba tiempo sin saber nada de ellos. No había malas novedades, por suerte. Hubiese querido saludar a mamá y a papá también. El pote de puré de manzana está helado y de tanto sostenerlo duele. Tengo que cambiar de manos cada cierto tiempo. La gente que quiere atravesar la cola escoge siempre mi lugar para pedir permiso y cruzar, casi sin excepción. Delante de mí o detrás, parecen haberse puesto de acuerdo para utilizar mi lugar como pasaje. No me hago problemas y sólo dejo el espacio suficiente para que los cruces no me desplacen tanto. El disco de villancicos suena a volumen moderado, pero se repite una y otra vez. Las cinco canciones que contiene ya aburren.
La señora que me sigue en la cola me ha pedido que le sostenga su ensalada Waldorf porque va a dejar su sitio un momento. Le acepto el encargo. Ahora mis dos manos están ocupadas. Veo que la señora avanza con dificultad entre la gente y desaparece. La cola aún es larga y parece no tener movimiento alguno. Las cajeras hacen su labor concentradas y acaloradas, con las mejillas rojas. Mi departamento no está muy lejos del supermercado. En realidad, sólo un par de cuadras nos separan. Vivo solo. La cena de Navidad, para mí, consistirá en este puré y un par de dvd’s que tengo por ver desde hace meses. El día del almuerzo con mi hermana, desayuné una taza de café sin azúcar. Yo no tomo el café sin azúcar, pero amanecí un poco nauseabundo. En el trabajo no había mayor complicación y la mañana fluía aceptablemente. Faltaban algunos minutos para las 12 del día cuando un mensaje de ella llegó a mi celular. Era una disculpa. Un malestar inoportuno. Una gripe. El mensaje no decía más. Conociendo su sentido del humor, respondí si es que se trataba de una broma. Ella me respondió que no, que además del almuerzo había dejado un trámite pendiente en la universidad que la tenía preocupada. Nada más. Pensé en que, luego, me enviaría una reprogramación, una propuesta para después de la Navidad quizás. No llegaron más mensajes. Ese día almorcé tallarines. Estaban buenos.
Llego a la caja con la ensalada de la señora. Al ver que no aparece, decido pagarla, con la idea de entregársela si es que aparece en el útlimo momento, tomando en cuenta la congestión de carritos, pero también con la alternativa de agregarla a mi plato principal si es que su desaparición se concreta. Hice el intento de llamar al celular de mi hermana antes del antojo del puré. Las timbradas fueron largas hasta que la grabadora de mensajes contestó. Intententé una segunda vez con el mismo resultado. Quizás para el próximo año, pensé. La cajera toma la ensalada y escanea el código de barras. Pero al coger el pote de puré, me indica que no cuenta con la etiqueta respectiva para poder registrar la venta, y que lamentablemente, por la congestión de las fiestas, tampoco hay personal disponible para que acuda en busca de un nuevo pote etiquetado. Observo la tremenda cola y entiendo que no hay más qué hacer. Pago la ensalada y me alejo de la caja pensando en el pote que ha quedado bajo la custodia de la cajera. Cuando empiezo a hacerme a la idea de que la ensalada será mi cena, aparece la señora, jadeante, sofocada por el trote que ha tenido que dar para alcanzarme antes de que salga del supermercado. La veo y, con mucha premura y delicadeza, le entrego la ensalada mientras intercambiamos sonrisas y ella me explica su demora, además de agradecerme infinitamente el haberle ayudado. Nos despedimos, deseándonos que la Navidad sea feliz y nos separamos apenas cruzamos la puerta. Luego, no mucho después, caminando ya la vereda de la cuadra del edificio donde vivo, me pregunto por qué es que no le cobré lo que pagué por la Waldorf.
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